Cuando el Trabajo es Todo y el Cuerpo Dice Basta
Hay momentos en la vida en los que el trabajo deja de ser solo un medio para vivir y se convierte en nuestra identidad. Nos define, nos da propósito, nos da reconocimiento. Pero, ¿qué pasa cuando ese mismo trabajo nos consume hasta el punto de olvidarnos de quiénes somos?
Hoy compartimos la historia de Renata, quien después de más de 20 años de carrera en la misma multinacional, en diferentes países (México, Londres, Brasil y Suiza) y con múltiples responsabilidades, experimentó un crecimiento profesional significativo y logró el éxito que tanto había perseguido. Sin embargo, descubrió que su éxito profesional tenía un costo: su bienestar, equilibrio mental y físico.
Esta es una conversación sobre el burnout, la importancia de escuchar a nuestro cuerpo y la valentía de empezar de nuevo. #UnNuevoInicio
La Entrevista
¿En qué momento sentiste que el trabajo lo era todo para ti?
Culturalmente (en Latinoamérica en mi generación), crecimos con la idea de que hay que darlo todo. Cuando empecé mi carrera, la adrenalina, la ambición y la necesidad de demostrar mi talento me impulsaban. Quería probar que todo mi esfuerzo y aprendizaje valían la pena.
Con el tiempo, el trabajo dejó de ser solo una fuente de ingresos. Se convirtió en una forma de validación externa. Me medía por el reconocimiento de mis colegas, mis jefes, mi familia y mis logros. Durante más de 20 años, mi carrera fue mi vida. No había frenos, solo más responsabilidades, más retos, más viajes.
¿Qué te motivaba a seguir entregando el 100%?
La felicidad que me da hacer lo que me apasiona, pero sin duda, también por el reconocimiento. No queremos ser invisibles, queremos que nos asocien con el éxito. Nos obsesionamos con títulos, con logros, con acumular experiencias para probar que valemos.
Y cuando esa motivación viene del ego, de la validación externa, se vuelve peligrosa. Porque dejas de hacerlo por amor y pasión, y empiezas a hacerlo por miedo a no ser suficiente.
¿Cuándo empezaste a notar señales de burnout?
Mucho antes de hacer algo al respecto, mi cuerpo llevaba un par de años enviándome señales. No dormía bien, la ansiedad era una constante y sentía una inquietud inexplicable, como si algo estuviera siempre a punto de suceder.
Durante la pandemia, cuando todo se detuvo, mi cuerpo por primera vez en años encontró un respiro. Recuerdo claramente cuando una amiga y mentora me dijo: “Nunca te había visto con los hombros relajados”. En ese momento entendí que me había acostumbrado a vivir en un estado de alerta permanente, una tensión silenciosa que me mantenía siempre en modo ¿qué sigue?, ¿qué reto?.
Pero cuando volví al trabajo después de la pandemia, lo que antes manejaba sin problema de repente se volvió insoportable. Algo en mí ya no conectaba con ese ritmo.
¿Cómo se manifestó ese agotamiento extremo?
Lloraba sin razón aparente. No podía controlarlo. Al principio lo justificaba: Es solo estrés, es cansancio, ya pasará. Pero llegó un punto en el que ya no podía esconderlo. Lloraba en la oficina, en casa, en la calle, como si mi cuerpo estuviera tratando de decirme algo que mi mente se negaba a aceptar.
También perdí el sueño, el apetito. Sentía un miedo irracional cada mañana. Hasta que una madrugada desperté temblando, llorando, con la idea de “No quiero salir de la cama". No quiero que empiece el día”. Ahí supe que algo estaba muy mal.
¿Este proceso afectó alguna meta personal?
Sí, el deseo de formar una familia con hijos. La presión constante del tiempo marcado por mi reloj biológico y la culpa por no haber cuidado mejor de mi salud añadieron aún más estrés a mi proceso. Sin embargo, a pesar de todos los tratamientos y las pérdidas vividas, esta experiencia se convirtió en una de las lecciones más importantes de mi vida. Me permitió fortalecer un amor propio y de pareja que, hoy en día, es la base más sólida que me sostiene.
¿Cómo reaccionaste cuando aceptaste que necesitabas ayuda?
Mi esposo fue mi mayor apoyo. Él buscó información, me acompañó al médico, me ayudó a iniciar terapia. Pero después de un mes, quedó claro que no era suficiente. El médico me diagnosticó con depresión y burnout y me dijo que debía ingresar a una clínica.
Fue un shock. ¿Qué tan mal estaba para que la única solución fuera internarme? La sola palabra clínica me aterraba. En mi mente, la imagen era la de un hospital psiquiátrico, un lugar frío y estéril donde la gente está “encerrada”. Me preguntaba una y otra vez: ¿Estoy tan mal que ya no puedo estar en mi casa? ¿Qué va a pensar la gente?
La vergüenza y el miedo casi me detienen, pero en el fondo sabía la verdad: no podía seguir así. No tenía más opciones. Y aunque aceptar ayuda me parecía una rendición, en realidad fue el primer acto de verdadera valentía.
¿Cómo fue estar en la clínica?
Al principio, fue devastador. Cuando tocas fondo, la salida parece inexistente. Te sientes desconectado de todo: del mundo, de tu familia, de la sociedad. Es como si ya no pertenecieras a ningún lugar, como si fueras un espectador de tu propia vida sin saber cómo volver a encajar.
Me diagnosticaron burnout severo y depresión. Pasé dos semanas en estabilización, bajo supervisión médica 24/7, mientras regulaba mi cuerpo y mi mente. Luego, ingresé a un programa intensivo de recuperación diseñado para reconstruirme desde cero.
El tratamiento era integral y abarcaba múltiples disciplinas. Contaba con terapia psicológica, musicoterapia, arteterapia, yoga, qigong, shiatsu, acupuntura, ejercicio diario y seguimiento médico constante. Además, recibí formación en competencias emocionales para comprender mejor lo que ocurría en mi cuerpo y cómo gestionarlo. Aprendí sobre las hormonas del estrés, los efectos físicos de la ansiedad y, sobre todo, a reconocer y aceptar las señales que el cuerpo envía antes de colapsar… señales que había ignorado durante años.
Fue un proceso largo. Estuve ocho semanas internada y, después, continué con terapia de seguimiento. Pero lo más difícil no fue estar ahí. Lo más difícil fue salir, regresar a la vida real y darme cuenta de que, aunque ahora tenía herramientas, mi proceso de sanación no sería inmediato. Los médicos me dijeron que recuperarme completamente podría tomar hasta cinco años
¿Cómo fue volver al trabajo después de la clínica?
Volví con otra mentalidad. Por primera vez en mi vida, entendí que yo tenía el poder de decidir por mi bienestar.
Y me di cuenta de algo: necesitaba re-conectar con mi esencia divina y explorar nuevos caminos hacia mi paz interior.
Decidí hacer una pausa laboral. Porque si mi prioridad era mi bienestar, tenía que actuar en consecuencia. Me di el tiempo de descubrir qué quería hacer realmente.
Si pudieras hablar con la Renata de hace 10 años, ¿qué le dirías?
Que escuche su voz interior. Que se pregunte si está disfrutando el camino o solo corriendo hacia un objetivo sin sentido.
Nos obsesionamos con “llegar”, pero ignoramos el costo de ese viaje. No dormimos, no comemos bien, no nos detenemos a respirar y disfrutar del momento. Y después nos preguntamos por qué estamos enfermos, ansiosos, deprimidos.
El cuerpo siempre avisa. Pero nos hacemos los sordos hasta que nos obliga a detenernos.
¿Crees que el proceso de recuperación es un privilegio?
Sí, absolutamente. Hablar de salud mental, burnout y recuperación es también hablar de privilegio. No todos tienen acceso a terapia, clínicas especializadas o redes de apoyo que los sostengan cuando colapsan. No todos pueden permitirse hacer una pausa, alejarse del trabajo o invertir en su bienestar sin preocuparse por cómo pagarán sus cuentas al final del mes.
Tuve la fortuna de estar en un país con recursos, con programas de salud mental bien estructurados y de contar con una red de apoyo que me sostuvo cuando ya no podía más. Pero, ¿qué pasa con quienes no tienen estas herramientas? ¿Con quienes crecen en entornos donde hablar de emociones es sinónimo de debilidad, donde la única opción es seguir adelante sin importar el costo?
La falta de información, de acceso a recursos y de apoyo social hace que muchas personas vivan atrapadas en un ciclo de agotamiento del que no pueden salir. Y cuando vivir en constante estrés, se vuelve un estilo de vida, muchas veces, el desenlace es trágico.
Por eso, más allá de mi historia, esta reflexión es también una invitación a la empatía. No podemos asumir que todos tienen las mismas oportunidades de sanar. Pero sí podemos normalizar estas conversaciones, educarnos, compartir información y construir redes de apoyo. A veces, el simple hecho de escuchar a alguien sin juzgar, de reconocer su dolor, puede marcar la diferencia entre seguir hundiéndose o encontrar una salida.
Porque sanar no debería ser un privilegio. Debería ser un derecho para todos.
Si alguien está repitiendo tu historia hoy, ¿qué le dirías?
Escúchate. Siéntete. Toma acción.
No esperes a tocar fondo. No siempre hay que justificar, ni normalizar el cansancio extremo, la ansiedad, la tristeza constante. Si algo no está bien, haz algo hoy. Porque la felicidad es una decisión.
Reflexión Final
La historia de Renata no es única. Millones de personas viven atrapadas en una rutina que los consume, creyendo que su valor depende de su éxito profesional.
Pero lo que somos va más allá del trabajo. Y si no nos damos permiso de parar, de cuestionarnos, de cuidarnos, podemos perdernos en el camino.
En Tess, creemos en la importancia de redefinir el éxito. No como un título, ni un salario, ni una acumulación de logros. Sino como una vida con propósito, equilibrio y bienestar.
Si esta historia resonó contigo, quizás es momento de hacer una pausa y preguntarte: ¿Estoy viviendo o solo sobreviviendo?
© 2025 Tess. Todos los derechos reservados.